TIERRA QUEMADA
Mingo contiene las cuatro esquinas de la isla.
Anclado, desde siempre, en el sur de los barrancos y de la memoria perdida. Hombre callado, calmo, del que siempre quedará en la memoria un carcajeo que trepa desde lo hondo del risco para abrirse al sol de la calle vacía.
Más que la luz de Oramas, recorre su obra la línea de sombra de la obra acotada, precisa, despojada, como él, de palabrería vana. Comparte mirada, en este tránsito vital, con otro hombre del sur, con Pedro Flores. Sostiene, como el autor de La poesía debe ser como la bala que mató a Kennedy esa necesidad de bordear la justa sombra del cardón, que dirían nuestros antecesores, aquellos que soñaron la vanguardia que la guerra cercenó; sostienen ambos la necesidad de desbastar la palabra innecesaria.
La suerte de quedarse en un rincón blanco de una casa sin ventanas es que, en esta hoguera de las vanidades, uno puede ver cómo cada cual arrastra su sombra, que diría el gran Víctor Ramírez. Rumia Díaz desde el patio de su casa en el Carrizal sobre lo que acontece. Peligroso oficio que aprendió en su juventud, de mano de Tony Gallardo. Es Mingo pues hombre de otro tiempo, pues es sabido que la reflexión fue la esencia de la producción cultural de una modernidad ya perdida en esta realidad líquida y digital. Y es desde aquel tiempo desde el que Díaz levanta su obra.
Mingo contiene las cuatro esquinas de una isla.
Se cumplen más de treinta años de su primera individual, en la sala San Antonio Abad. Sala que recogía las propuestas más avanzadas de su momento gracias al Consejo Asesor implantado por Hilda Mauricio. Un modelo que décadas más tarde se recogería en los manuales de Buenas Prácticas y que aquí funcionaba desde finales de los años ochenta. Sala en la que tuve la suerte de trabajar a comienzos de los noventa junto a Lola Massieu, Mari Carmen Vila, Mapi Moreno y José Rosario Godoy- quien acabaría gestionándola hasta 1996, fecha en la que cierra sus puertas para reacondicionarla hasta su reapertura en el 2000 ya desde el CAAM. Entre finales de los ochenta y buena parte de los noventa, las inauguraciones de Sala San Antonio Abad acogían a toda la modernidad del momento: Desde los novísimos hasta la generación de Lola Massieu se daban cita allí. Periodistas como Víctor Rodríguez Gago, Esperanza Pamplona y Anna Bull, críticos como Orlando Franco, Ángeles Alemán y Orlando Britto, junto con el veterano José Luis Gallardo, cada apertura era un soplo de aire fresco que tenía su contrapartida en aquellos suplementos de la prensa en papel que se fijaban en el Gas o en otros garitos nocturnos…porque la cultura era entonces algo que surgía en la oscuridad de una ciudad que nunca dormía. Una ciudad en la que se fumaba en los taxis y que peregrinaba a ARCO en cada nueva edición. Eran los tiempos del Cuasquías, en donde trabajaba, como camarero, alguien que después sería recordado como Alexis Ravelo. La Modernidad había llegado a Las Palmas de Gran Canaria con la apertura del Centro Insular de Cultura, La Regenta y el CAAM, y entre tanto trasteo, allí estaba Mingo, presentando su primera individual en 1992, “Otros límites”, con textos de dos recién aterrizados: Clara Muñoz y quien esto suscribe. Puede decirse que la presente muestra, “Fuego” es la cara oculta de aquella en la que Mingo, como Orlando Ruano o Guillermo Lorenzo, estaban aún bajo el magisterio del enorme Tony Gallardo. En los que nuestro escultor andaba todavía deslindando los senderos de lo que habría de ser su primer camino: la apertura de espacios bajo el cincel del constructivismo que tanto apreciaba el autor de los Magmas. Había que arañar las paredes, abrirlas con abrelatas, para redibujar una nueva realidad. La modernidad era un futuro que se bebía entonces a grandes tragos.
Mingo contiene las cuatro esquinas de una isla quemada.
Después llegaría “Charcal”, en otra sala también de referencia entonces, la Sala La Palmita, puesta en marcha en el Campus de Tafira de la ULPGC por otra de nuestras grandes profesionales de la distribución pública de cultura, María del Pino Moreno Cameno, Mapi. Corría entonces el año 94, y se abría la obra de Mingo al Agua y a la Tierra. Cogía forma así su Poema de los Elementos, tan lejano al nestoriano, pero tan cercano en su indagación a los soportes de la insularidad. Poema que ahora se cierra con el elemento Fuego.
En 1995 llegaría su exposición “Espacio Vital”, nuevamente en otra de las grandes salas de esta década, la de Caja Canarias en Santa Cruz de Tenerife. No recuerdo bien, pero creo que Círculo Vital, una de sus obras que siempre me parecieron más completas, y que sigue aún en el Parque de La Palmita -otro proyecto de Tony Gallardo-, fue de estos años. Pasarán diez largos años hasta su siguiente individual, “Espacios Fluidos”, en la galería Artificios de Las Palmas de Gran Canaria, otro espacio de referencia en nuestro tejido. Y casi veinte más hasta llegar a la que ahora abre en el Centro de Artes Plásticas. Ha sido largo el camino sobre el arrifal.
Mingo contiene las cuatro esquinas del malpaís.
Largo el camino sobre esta tierra quemada. Se requiere una pausa antes de seguir adelante. Levanta Fuego amigo, un altar a la memoria de los compañeros de viaje. Un homenaje a la amistad de poetas, escultores, fotógrafos, galeristas y críticos en forma de Sotobas, esas estacas largas de madera sobre las que se escribe el Kaimyou -el nombre sagrado budista que se le asigna al fallecido- y que se disponen junto a las cartas sobre alguno de los 5 elementos (agua, tierra, fuego, viento y cielo) sobre las tumbas japonesas. Allí pueden leerse, pirografiados, los nombres de Ángel [Sánchez], Clara [Muñoz], [Pedro] Déniz, [Alfonso] Elvira, Frank [González], [José] Luzardo, [Orlando] Ruano, Saro [León] y Tony [Gallardo].
Mingo contiene las cuatro esquinas del rofe.
Ha margullado en el agua. Ha planeado en el aire. Ha hollado la tierra. Y tras treinta años de camino, como Prometeo, trae la luz en la mano. Abre su último trabajo en una sala a oscuras, en un espacio en el que ya flota el gran apagón del que nos advierte el filósofo Manuel Cruz. La pérdida de los valores compartidos, la tribalización de las identidades excluyentes que compartimentan el espacio antaño único de la ciudadanía, la ausencia de un proyecto compartido de futuro que nos ha devuelto a los episodios más negros del supremacismo y del neocolonialismo, que los telediarios insertan entre las últimas banalidades en un proceso de narcotización que hasta hace poco quedaba limitado a las redes sociales. Las llamas de Mingo son el resultado de un proceso de reflexión –proceso moderno, como quedó dicho- sobre ese mundo al que ya no reconocemos como propio. Hay algo de extrañamiento sobrevolando toda esta producción. Algo de todo ese mundo de ayer, que diría Zweig. Un mundo al que nos asomamos con la solvencia de un pasado ya vivido pero que se quiebra en cada uno de los golpes que Kid Fracaso recibe. Asistimos al último remake de un coloso en llamas, en el que, como en la película de 1974, mientras la élite disfruta de la fiesta, el fuego devora las plantas de abajo. Y allí, en la obra de Díaz, están algunos de esos ingredientes. En Fuente de energía las llamas de la siempre retrasada descarbonización. Las llamas de los pozos petrolíferos y las luchas de poder geopolíticos. Con sus luces y sus sombras, naturalmente. Lámparas leds que dibujan fantasmagorías –la oscuridad del deseo- contra la pared tiznada de un mundo quemado. Cuida Mingo de no caer en el verso suelto, brindando al incauto una apariencia blanda, como de una lámpara de lava. Una imagen mesmerizante, narcotizante. Como esas pantallas en las que unas llamas nunca terminan de arder dentro de una chimenea fría. Sólo son imágenes…parece hacernos creer. Imágenes de consumo fácil. Ecos de una cultura pop que marcó sus inicios artísticos… y que le sirven para mostrar las costuras de una cultura de los descartados, de una cultura de los demasiados libros, de una cultura de la inmediatez. Del tacticismo de la realpolitik, que ha ensimismado la mirada europea en un proceso de desoccidentalización global que no augura nada bueno. Hace Mingo uso intencionado pues de las formas blandas y de unos degradados cromáticos que remiten a las mismas variables de la cultura digital de masas. Un uso con el que perpetra, como Takashi Murakami, una voluntad de posicionamiento, de intervención, de ruptura entre las barreras de alta y baja cultura.
Mingo contiene las cuatro esquinas del mundo.
Aborda también Díaz otra de las grandes amenazas de esta nueva Edad Media en la que estamos viviendo asedios por hambre, en donde no sólo hay que matar a todos los enemigos, hombres, mujeres, ancianos, niños, médicos, padres de periodistas en un huracán que levanta charcos obscenos de sangre. Parece que hay que sembrar de sal los terrenos para que nunca más vuelva a florecer la vida, como hacían las civilizadas legiones romanas hace dos mil años… Los títulos de las obras no dejan lugar a dudas: Jugando con fuego, Fulguración solar, Llama helada, Llama azul, nos hablan de una mirada crítica al calentamiento global, o mejor, a la nula respuesta que damos como sociedad de ciudadanos libres a esta amenaza global. La propia elección de los soportes de las obras, la madera, recuerdan la condición limitada del combustible; la cerámica, su origen nacido del fuego. Se posiciona pues Díaz ante su presente. Y al hacerlo actúa como hijo de Tony Gallardo. Pero también de Juan Ismael. Y del mejor Plácido Fleitas.
Mingo mantiene las cuatro esquinas del mundo.
Y al hacerlo, levanta su voz ante tanta barbarie.